El pasado 7 de mayo amaneció con ese sol tímido que ya empieza a calentar la tierra sin quemarla. En la Huerta de Tetuán, el verde se abría paso entre bancales bien cuidados, flores sin prisa y árboles que han crecido junto a las manos que los cuidan. Ese miércoles llegaron dos grupos de estudiantes de castellano del centro Hermanas Mirabal. Les acompañaban sus profesoras. Había quienes ya conocían el lugar, otras lo pisaban por primera vez. Pero todas y todos traían algo en común: las ganas de aprender y el deseo de pertenecer.
Carolina, una de las profesoras, ya había estado el curso pasado. Quiso repetir porque la primera vez la dejó con una idea sembrada: a veces enseñar un idioma es también regalar raíces. Y eso es lo que pasó.
Durante la visita, Flor —vecina y parte del equipo motor de la huerta— fue la voz que guió el recorrido. Con esa manera suya de contar las cosas, y esa presencia tierna, hizo que las plantas hablaran y que las composteras, recién instaladas, dejaran de ser objetos raros para convertirse en aliados del futuro. Quizá enseñó a distinguir entre acelga y espinaca, a nombrar los árboles por sus frutos, a descubrir que el romero y la lavanda no solo huelen: también suenan, se nombran.
Lo que parecía solo una visita se convirtió en una pequeña revolución. Aprendimos que las palabras crecen como las plantas: necesitan tiempo, cuidado, sol y agua. Y que no hay mejor diccionario que uno que se pisa con los pies, se huele con la nariz y se toca con las manos.
Al final, nos sentamos bajo la pérgola, alrededor de una mesa compartida. Allí hicimos ejercicios, hablamos, reímos. En el grupo más avanzado, incluso repasamos la historia de la huerta: cómo hace once años un solar abandonado se transformó en lo que es hoy, una escuela sin pupitres, una plaza verde, una red tejida entre vecinas y vecinos.
La web de la huerta se había convertido en un libro de texto, o quizá un bancal, de donde brotaron ejercicios y actividades.
Lo más bonito fue descubrir que no hay que venir de lejos para aprender. Muchas veces ni siquiera sabemos los nombres de las plantas que comemos, ni el color de las flores que nacen en nuestra calle. Esa mañana, en la huerta, aprendimos todas y todos.
Y cuando se fueron, quedó en el aire una certeza: que la lengua, como la tierra y la convivencia, da frutos cuando se cultiva con cariño.
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